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martes, 20 de julio de 2010

Adiós para siempre...

Ese instante. Ese segundo de conciencia me abrió los ojos y entendí por que estaba llorando. No lo supe hasta que vino a mi cabeza. Los gritos de alegría y llenos de euforia me rodeaban, abrazos y sonrisas por toda la plaza, papeles que caían del cielo y ojos maravillados de hombres de muchos años que se quedaron sin palabras. Pero mientras la garganta se me quebraba y abrazaba a mis compañeros de lucha había algo que parecía haberme pegado en lo más profundo y no podía entenderlo. Caminé hacia fuera de la multitud para avisarle a mi novia que algún día podríamos casarnos “¡gordi la aprobaron!” le dije conteniendo un llanto que se avecinaba y puse el celular en dirección a los gritos de júbilo. Asumí que la angustia que me consumía la voz tenía que ver con el estrés de las últimas semanas, con la cantidad de horas de incertidumbre, con los nervios previos, con el cansancio de estar diez horas parada en medio de un frío polar. Cuando corté el celular vi dos amigos tan emocionados como yo, entre abrazos uno me dijo “esto lo vamos a contar a nuestros hijos Tere” y siguió festejando. Algo había cambiado, algo muy grande para mí había cambiado y me quedé con la cabeza mirando el suelo intentando entender que era. No era poder casarme, no era poder adoptar, aunque soñara con ambas cosas, sabía que no era sólo eso lo que había cambiado. Y en ese segundo de conciencia me di cuenta de que la que había cambiado era yo. Yo había cambiado. Ya no era más lo que era y tampoco lo volvería a ser nunca más. Rompí en llanto. Las piernas se me aflojaron. Me despedí de ese yo pasado que tanto me mortificaba, le dije adiós a la diferente, a la anormal, a la que no merecía derechos, a la que era inferior, a la que discutía con los dueños de la verdad, a la que sentía impotencia cada vez que un homofóbico tomaba la palabra en un medio, a la ciudadana de segunda, a la no reconocida por su propio Estado. Dejé que esa Teresa se marchara, una etapa de su lucha había terminado. Y no sólo se marchaba ese pasado desprotegido porque el presente estaba amparado, no sólo porque las miradas comenzarían a cambiar a partir de esa votación final, sino porque mi mirada ya había cambiado, en ese yo que se desvanecía, también se desvanecían mis propios prejuicios. Suspiré fuerte y retomé fuerzas para volver a festejar y me di cuenta de la paz que sentía, una sensación hermosa de una nueva existencia. Volví a entrar a la multitud y para mi sorpresa había muchos y muchas llorando, había muchas pero muchas lágrimas, había despedidas de prejuicios por toda la plaza, se marchaban miles de almas castigadas y discriminadas por años y llegaban los nuevos ciudadanos, los normales, los reconocidos, los que gritaban al unísono “Viva la igualdad”.
Teresa Martino

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